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domingo, 25 de septiembre de 2011

¿Confesarse con un hombre?


Queridos hermanos:


El otro día, hablando de la confesión alguien me dijo:
«¿Cómo se le ocurre que yo me voy a confesar con un pecador como yo?
Yo me confieso con Dios y punto.
Entro en mi habitación, oro con fervor y Dios me perdona».
Le contesté que el asunto no es tan simple.
Muchas veces acomodamos la religión a nuestra manera, y así pasa también con la confesión.
La confesión no es solamente «pecar, orar y listo». Hay que buscar a un sacerdote.
Hacer un gran acto de humildad.
Decirle sus pecados.
Y luego recibir una corrección fraterna y la absolución del sacerdote de la Iglesia.
Eso no lo han inventado los curas.
Hay claras indicaciones en la Biblia acerca de la confesión delante de un ministro de la Iglesia.


Queridos hermanos católicos, en esta carta quiero explicarles primero lo que nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados, y luego voy a contestar algunas dudas acerca de la confesión que algunos hermanos de otra religión nos plantean.
Muchos católicos, sin mayor formación religiosa, fácilmente se dejan influenciar por estas inquietudes y sin darse cuenta se les van los grandes tesoros que Jesús confió a su Iglesia.
Con esta carta no quiero ofender a nadie, pero lo que me mueve a escribir estas líneas es el amor por la verdad. Ya que solamente «la verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).


¿Qué nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados?


1. Jesús perdona los pecados.
En el Antiguo Testamento el perdón de los pe-cados era un derecho solamente de Dios.
Ningún profeta y ningún sacerdote del Antiguo Testamento pronunció absolución de pecados.
Sólo Dios perdonaba el pecado.


En el Nuevo Testamento, por primera vez, aparece alguien, al lado de Dios Padre, que perdona los pecados: Jesús. El Hijo de Dios dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc. 2, 10).


Y en verdad Jesús ejerció su poder divino: «Cuando Jesús vio la fe de aquella gente, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc. 2, 5).


Frente a una mujer pecadora Jesús dijo: «Sus pecados, sus numerosos peca-dos le quedan perdonados, por el mucho amor que mostró» (Lc. 7, 47).


Y en la cruz Jesús se dirigió a un criminal arrepentido: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43).


2. Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles.
Jesús quiso que todos sus discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus obras, fueran signo e instrumento de perdón.
Y pidió a sus discípulos que siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt. 18, 15-17).


Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles.
Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia.
Lo expresó particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mat. 16, 19).
Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la recibieron después todos los apóstoles (Mt. 18, 18).
Las palabras «atar» y «desatar» significan: Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será excluido de la comunión con Dios.
Aquel a quien ustedes reciben de nuevo en su comunión, será también acogido por Dios.
Es decir, la reconciliación con Dios pasa inseparable-mente por la reconciliación con la Iglesia.


El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo.
A quienes perdonen los pe-cados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23).


Y en la Iglesia primitiva ya existía el ministerio de la reconciliación como dice el apóstol Pablo: «Todo eso es la obra de Dios, que nos reconcilió con El en Cristo, y que a mí me encargó la obra de la reconciliación» (2 Cor. 5, 18).


3. Los apóstoles comunicaron el poder divino de perdonar pecados a sus sucesores.
Las palabras de Jesucristo sobre el perdón de los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para pasarlas a todos sus sucesores.
Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6).


Los apóstoles estaban conscientes de que Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro de la Iglesia; estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía desaparecer con la muerte de los apóstoles.
El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20), y «las fuerzas del infierno no podrán vencer a la Iglesia» (Mt. 16, 18).
Así las promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus personas, sino también para sus legítimos sucesores.


Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (Jn. 20, 23; 2 Cor. 5, 18).
Los obispos, o sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ahora ejerciendo este ministerio.
Ellos tienen el poder de perdonar los pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».


Dudas que plantean otras iglesias acerca de la confesión


1. ¿En qué se basan los católicos para decir que los sacerdotes pueden perdonar los pecados?
La Iglesia Católica lee con atención toda la Biblia y acepta la autoridad divina que Jesús dejó en manos de los Doce apóstoles y sus legítimos sucesores.
Esto ya está explicado.
El poder divino de perdonar pecados está claramente expresado en lo que hizo y dijo Jesús ante sus apóstoles: El Señor sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo.
A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn. 20, 22-23).


Los apóstoles murieron y, como Cristo quería que ese don llegara a todas las personas de todos los tiempos, les dio ese poder de manera que fuera transmisible, es decir, que ellos pudieran transmitirlo a sus sucesores.
Y así los sucesores de los apóstoles, los obispos, lo delegaron a «presbíteros», o sea, a los sacerdotes.
Estos tienen hoy el poder que Jesús dio a sus apóstoles: «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» y nunca agradeceremos bastante este don de Dios que nos devuelve su gracia y su amistad


2. ¿Para qué decir los pecados a un sacerdote, si Jesús simplemente los perdonaba?
Es verdad que Jesús perdonaba los pecados sin escuchar una confesión.
Pero el Maestro divino leía claramente en los corazones de la gente, y sabía perfectamente quiénes estaban dispuestos a recibir el perdón y quiénes no.
Jesús no necesitaba esta confesión de los pecados.
Ahora bien, como el pecado toca a Dios, a la comunidad y a toda la Iglesia de Cristo, por eso Jesús quería que el camino de la reconciliación pasara por la Iglesia que está representada por sus obispos y sacerdotes.
Y como los obispos y sacerdotes no leen en los corazones de los pecadores, es lógico que el pecador tiene que manifestar los pecados.
No basta una oración a Dios en el silencio de nuestra intimidad.


Además el hombre está hecho de tal manera que siente la necesidad de decir sus pecados, de confesar sus culpas, aunque llegado el momento le cuesta.
El sacerdote debe tener suficiente conocimiento de la situación de culpabilidad y de arrepentimiento del pecador.
Luego el sacerdote, guiado por el espíritu de Jesús que siempre perdona, juzgará y pronunciará la absolución: «Yo te absuelvo de tus peca-dos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».
La absolución es real-mente un juicio que se pronuncia sobre el pecador arrepentido.
Es mucho más que un sentirse liberado de sus pecados.
Es decir, a los ojos de Dios: no existen más esos pecados.
Está realmente justificado.
Y como consecuencia lógica, dada la delicadeza y la grandeza de este misterio del perdón, el sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto de los pecados de sus penitentes.


3. «Pero el sacerdote es pecador como nosotros», dirán algunos.
Y les respondo: También los Doce apóstoles eran pecadores y sin embargo Jesús les dio poder para perdonar pecados.
El sacerdote es humano y dice todos los días: «Yo pecador» y la Escritura dice: «Si alguien dice que no ha pecado, es un mentiroso» (1Jn. 1, 8).
Aquí la única razón que aclara todo es esta: Jesús lo quiso así y punto.
Jesús funda-mentó la Iglesia sobre Pedro sabiendo que Pedro era también pecador.
Y Jesús dio el poder de perdonar, de consagrar su Cuerpo y de anunciar su Palabra a hombres pecadores, precisamente para que más aparecieran su bondad y su misericordia hacia todos los hombres.
Con razón nosotros los sacerdotes reconocemos que llevamos este tesoro en vasos de barro y sentimos el deber de crecer día a día en santidad para ser menos indignos de este ministerio.


El sacerdote perdona los pecados por una sola razón: porque recibió de Jesucristo el poder de hacerlo.
Además, durante la confesión aprovecha para hacer una corrección fraterna y para alentar al penitente.
El confesor no es el dueño, sino el servidor del perdón de Dios.


Y otro punto importante es que el sacerdote concede el perdón «en la persona de Cristo»; y cuando dice «Yo te perdono...» no se refiere a la persona del sacerdote sino a la persona de Cristo que actúa en él.
Los que se escandalizan y dicen
¿cómo un sacerdote que es un hombre puede perdonar a otro hombre?
es que no entienden nada de esto.


4. ¿Qué otras diferencias hay entre católicos y protestantes acerca de la confesión?
El protestante comete pecados, ora a Dios, pide perdón, y dice que Dios lo perdona.
Pero
¿cómo sabe que, efectivamente, Dios le ha perdonado?
Muy difícilmente queda seguro de haber sido perdonado.


En cambio el católico, después de una confesión bien hecha, cuando el sacerdote levanta su mano consagrada y le dice: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre...», queda con una gran seguridad de haber sido perdonado y con una paz en el alma que no encuentra por ningún otro camino.


Por eso decía un no-católico: «Yo envidio a los católicos.
Yo cuando peco, pido perdón a Dios, pero no estoy muy seguro de si he sido perdonado o no.
En cambio el católico queda tan seguro del perdón que esa paz no la he visto en ninguna otra religión».
En verdad, la confesión es el mejor remedio para obtener la paz del alma.


El católico sabe que no es simplemente: «Pecar y rezar, y listo». Pongamos un caso: Una mujer católica comete un aborto.
No puede llegar a su pieza, rezar y decir que todo está arreglado.
No.
Ella tiene que ir a un sacerdote y confesarle su pecado.
Y el sacerdote le hará ver lo grave de su pecado, un pecado que lleva a la excomunión de la Iglesia.
El sacerdote le aconsejará una penitencia fuerte.
Ella quizás hasta llorará en ese momento y antes del próximo aborto seguramente lo pensará tres veces...
¿Y ese señor que compra lo robado?
¿Y esa novia que no se hace respetar por el novio?
¿Y esa mujer que quita la fama con su lengua?
¿Y ese borracho?
... Confesando sus pecados, se encontrarán con alguien que les habla en nombre de Dios y les hace reflexionar y cambiar su vida.


Queridos hermanos, termino esta carta con una gran esperanza de que nosotros los católicos seamos capaces de descubrir de nuevo el gran tesoro de la confesión.


Cuántos miles de personas mejoraron su vida sólo con hacer una buena confesión.
Un gran psicólogo decía: «Yo no conozco ningún método tan bueno para mejorar una vida como la confesión de los católicos».
Espero que este «gran tesoro» que dejó Jesús en su Iglesia, sea también provechoso para el crecimiento de nuestra vida espiritual.


Décima a lo Divino por el Hijo Pródigo:


Padre de mi corazón


aquí estoy arrepentido,


a tus pies estoy rendido,


concédeme tu perdón.


Póngame la bendición


y olvide usted sus enojos


como pisando entre abrojos


hoy he llegado hasta aquí


a hacerle correr por mí


las lágrimas de sus ojos.

Jesús y los Sacerdotes



Queridos hermanos:


El otro día alguien me dijo que «los sacerdotes mataron a Jesús», y lo confirmó con un texto bíblico en la mano: Mt. 27, 1


Leyendo esta cita fuera de contexto me imagino que efectivamente habrá gente sencilla que piensa que realmente fueron los sacerdotes de
Iglesia Católica quienes mataron a Jesús.
¡Tal vez por eso algunos evangélicos miran tan mal a los sacerdotes porque están convencidos de que ellos mataron a Jesús!


Perdono a los que así piensan acerca de los ministros de la Iglesia Católica, pero no confío en su juicio en esta materia.


En esta carta quiero contestar a los que piensan así y aclararles lo que dice la Iglesia Católica de los sacerdotes.
Les hablaré con amor pero con un amor que busca la verdad, pues solamente «la verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).


1. El contexto bíblico


Debemos leer bien la Biblia y no quedar aferrados a un solo texto aislado. Con una sola cita bíblica fuera de contexto podemos condenar a medio mundo y al mismo tiempo faltar al mandamiento más importante de Dios: el amor.
¿Acaso no dijo el apóstol que la letra mata y el espíritu vivifica? (2 Cor. 3, 6).


2. ¿Quiénes mataron a Cristo?


Debemos tener una gran confianza en la Iglesia de Cristo y en sus ministros, guiados por el Espíritu Santo.
Jesús dijo a sus discípulos en la noche antes de morir: El Espíritu Santo, que el Padre va a enviar en mi nombre para que les ayude y consuele, les enseñará todo, y les recordará todo lo que Yo les dije (Jn. 14, 26 y Jn. 16, 13).


¿Qué decir de los que piensan que son los sacerdotes los que mataron a Jesús?
Dice Mateo: «Cuando amaneció todos los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos se pusieron de acuerdo en un plan para matar a Jesús.»


En el contexto bíblico nos damos cuenta de que el Evangelista Mateo se refiere aquí a «los sacerdotes judíos» de aquel tiempo, es decir, a los sacerdotes de la Antigua Alianza.


Es una monstruosidad decir ahora que fueron los sacerdotes de la Iglesia Católica los que mataron a Jesús.
Esta manera de leer la Biblia es una manipulación descarada de un texto bíblico y no reviste ninguna seriedad.
Es simplemente una ignorancia atrevida y una forma muy sutil pero muy poco cristiana de sembrar dudas y meter miedo en el corazón de la gente sencilla.


Creo que bastan estas pocas palabras para contestar a los que piensan así. Aunque si bien lo meditamos, todos hemos puesto la mano en la crucifixión de Cristo ya que murió por nuestros pecados.


3. ¿Quería sacerdotes Jesús?


Otros se ríen de los sacerdotes de la Iglesia Católica y dicen que «Jesús no quería sacerdotes».


Los católicos creemos:
1) Que Jesucristo es el único y verdadero Sumo Sacerdote.
2) Que todo el pueblo cristiano, por voluntad de Dios, es un pueblo sacerdotal y
3) Que dentro de este pueblo sacerdotal algunos son llamados a participar del sacerdocio llamado ministerial o pastoral.


Yo no invento esto.
Es la comunidad de los creyentes, guiada por el Espíritu Santo y meditando largamente la Palabra de Dios, la que ha llegado a esta verdad acerca de Cristo, su Iglesia y sus ministros.


Guiados por este mismo Espíritu, leamos la Biblia:


Los sacerdotes judíos de la Antigua Alianza


Leyendo bien las Sagradas Escrituras, nos damos cuenta de que Jesús nunca se identificó con los sacerdotes de la Antigua Alianza.
En su tiempo había muchos sacerdotes judíos del rito antiguo.
Todos ellos eran miembros de la tribu de Leví y estaban encargados de los sacrificios de animales en el templo.
Estos sacrificios eran ofrecidos para la purificación de los pecados del pueblo judío (Mc. 1, 44; Lc. 1, 5-9).
Hasta José y María, cumpliendo con este rito de purificación, ofrecieron una vez un par de palomas (Lc. 2, 24).


Pero este sacerdocio judío era incapaz de lograr la santificación definitiva del pueblo (Hebr. 5, 3; 7, 27; 10, 1-4).
Era un sacerdocio imperfecto y siempre sellado con el pecado.
Jesús, el Hijo de Dios, el hombre perfecto, nunca se atribuyó para sí este título de sacerdote judío.


¿Participamos del sacerdocio de Cristo?


¿Es verdad que la Iglesia primitiva proclamó después a Jesucristo como el único y verdadero Sumo Sacerdote? ¿Participamos nosotros del sacerdocio de Cristo?


Así es efectivamente.
Aunque durante su vida Jesús nunca usó el título de sacerdote, la Iglesia primitiva proclamó que «Jesús es el Hijo de Dios y es nuestro gran Sumo Sacerdote» (Hebr. 4, 14).


Escribe el sagrado escritor de la carta a los Hebreos, como cuarenta años después de la muerte y Resurrección de Jesucristo: «Jesús se ofreció a lo largo de su vida al Padre y a los hombres, con una fidelidad hasta la muerte en la cruz, dio su vida como el gran sacrificio de una vez por todas, y su sacrificio ha sido absoluto.
El verdadero sacerdote para toda la humanidad es Jesús el Hijo de Dios y ahora no hay más sacrificio que el suyo, que empieza en la cruz y termina en la gloria del cielo.
Jesús es el único Sumo Sacerdote, el único Mediador delante del Padre y así El terminó definitivamente con el antiguo sacerdocio.


«Cristo ha entrado en el Lugar Santísimo, no ya para ofrecer la sangre de cabritos y becerros, sino su propia sangre; y así ha entrado una sola vez para siempre y nos ha conseguido la salvación eterna» (Hebr. 9, 12).


Lea también: Hebr. 7, 22-28; 9, 11-12; 10, 12-14


¿Somos un pueblo sacerdotal?


¿Es verdad que el apóstol Pedro dice que nosotros los creyentes somos un pueblo sacerdotal?
Sí, Dios, en su gran amor hacia los hombres, quiso que todos los creyentes-bautizados participaran como miembros del Cuerpo de Cristo, del único sacerdocio de Cristo: «Ustedes también, como piedras que tienen vida, dejen que Dios los use en la construcción de un templo espiritual, y en la formación de una comunidad sacerdotal santa, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por mediación de Cristo» (1 Pedr. 2, 5) «Ustedes son una raza escogida, una nación santa, un pueblo que pertenece a Dios» (1 Pedr. 2, 9).


Así, hermanos, por la fe y por el bautismo Dios nos integra en un pueblo sacerdotal.
Y como pueblo de sacerdotes, tenemos la vocación de ofrecer nuestras personas, nuestras vidas «como hostia viva» (Rom. 12, 1).
En todo lo que hacemos con amor, en nuestra familia, en nuestro pueblo, en nuestros trabajos, siempre ejercemos este sacerdocio.


4. ¿Quería Jesús tener ministros para su pueblo?


Así es.
No es la Iglesia la que inventó el ministerio apostólico sino el mismo Jesús.
El llamó a los Doce apóstoles (Mc. 3, 13-15) y les encargó ser sus representantes autorizados: «Quien los recibe a ustedes, a mí me recibe.» (Lc. 10, 16).


La misión de los apóstoles fue encomendada con estas palabras: «Les aseguro: todo lo que aten en la tierra, será atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo» (Mt. 18, 18).
Este «atar» y «desatar» significa claramente la autoridad de gobernar una comunidad y aclarar problemas en el Pueblo de Dios.
En la última Cena, Jesús dio a sus apóstoles este mandato: «Haced esto en memoria mía» (Lc. 22, 19). Es eso lo que celebra la Iglesia en la Eucaristía.


Y en una de sus apariciones, Jesús sopló sobre sus discípulos y dijo: «A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados» (Jn. 20, 23).


Dirigir, enseñar y administrar los signos del Señor, he aquí el origen del ministerio apostólico.
Poco a poco la comunidad cristiana va aplicando y evolucionando en este servicio apostólico según la situación de cada comunidad.


5. ¿Qué representan los obispos y presbíteros en una comunidad?


En las cartas apostólicas del N. T., los ministros de la comunidad cristiana reciben el título de «obispos y presbíteros» (Hech. 11, 30; Tit. 1, 5 etc.).


La palabra obispo viene del griego y en castellano significa «el encargado de la Iglesia»; la palabra presbítero significa en castellano «el anciano». Los obispos y los presbíteros son así los encargados de la comunidad de los creyentes.
Ellos tienen la función de servir en el nombre de Cristo al Pueblo de Dios.
Estos nombres de «obispo y presbítero» van a evolucionar hacia la función del sacerdocio ministerial.
Aunque los apóstoles todavía no hablaron de sacerdocio ministerial, ya estaba esta idea en germen en la Iglesia Primitiva.
Es el Espíritu Santo el que hizo ver, poco a poco, que los obispos y presbíteros representaban al Señor, al Unico Sumo sacerdote, por el ministerio que ejercían.
«No nos proclamamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor y a nosotros como servidores suyos, por amor a Jesús» (2 Cor. 4, 5-7).


El apóstol Pablo en su carta a los filipenses ya usa ciertos términos para expresar su sacerdocio apostólico: «Y aunque deba dar mi sangre y sacrificarme para celebrar mejor la fe de ustedes, me siento feliz y con todos ustedes me alegro» (Fil. 2, 17: «Bien sabe Dios a quién doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hijo» (Rom. 1, 9).


En estos textos hay indicaciones que la liturgia de la Palabra y la entrega de la vida del apóstol ya es una función sacerdotal: «En todo, los ministros del pueblo deben ser no como los grandes y los reyes, sino servidores como Jesús: como el que sirve» (Lc. 22, 27).


6. ¿Cómo se transmite este sacerdocio?


Este ministerio apostólico se transmite con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6; 1 Tim. 4, 14).


Este gesto de imposición transmite un poder divino para una misión especial.


El apóstol Pablo recibió la imposición de manos de parte de los apóstoles (Hch. 13, 3).
Pablo a su vez impuso las manos a Timoteo (2 Tim. 1, 6; 1 Tim. 4, 14) y Timoteo repitió este gesto sobre los que escogió para el ministerio (1 Tim 5, 22).


Así, la Iglesia Católica, desde los apóstoles hasta ahora, sigue sin interrupción imponiendo las manos y comunicando de uno a otro los dones del ministerio sacerdotal.


Esta sucesión apostólica tan sólo se ha perpetuado en la Iglesia Católica durante 20 siglos hasta llegar a los ministros actuales.
Ninguna otra iglesia puede decir esto, solamente la Iglesia Católica.


De esta la forma los pastores de la Iglesia participan del único sacerdocio de Cristo.


7. Conclusión


Queridos hermanos y amigos:


Tal vez es un poco difícil todo lo que les he hablado.
Pero debemos en la oración pedir que el Espíritu Santo nos ilumine.
Además debemos tener un gran amor hacia la Iglesia y sus ministros, que Jesús nos ha dejado.
Para terminar quiero resumir las ideas más importantes de esta carta:


1) Jesús quería tener ministros (servidores) para su pueblo sacerdotal.


2) Los apóstoles transmitieron este ministerio apostólico siempre con la imposición de manos.


3) Aunque los sagrados escritores nunca usaron el nombre de «sacerdotes» para indicar a los ministros, ya está en germen en el N. T.
hablar de un sacerdocio apostólico como un servicio al pueblo sacerdotal.


En este sentido es que la Iglesia Católica, ya desde el año cien hasta ahora, llama a los ministros de la comunidad (presbíteros y obispos) como sus pastores y sacerdotes.


Por supuesto que este sacerdocio pastoral participa del único sacerdocio de Cristo y no tiene nada que ver con los sacerdotes del Antiguo Testamento.
Nosotros, los sacerdotes de la nueva alianza, por una especial vocación divina somos los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor. 4, 1).

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El amor es lo más grande


Queridos hermanos:


En mis visitas a las distintas comunidades, me doy cuenta de que hay mucha gente entre nosotros que tiene gran respeto por la Biblia.
Algunos se reúnen hasta tres y cuatro veces en la semana para leer la Biblia.
Y me alegro de que amen este libro sagrado.


Pero también me doy cuenta de que hay personas entre nosotros, que son muy de la Biblia, y al mismo tiempo son capaces de despreciar y hablar mal del prójimo; personas que duermen en la noche con la Biblia al lado, pero por nada quieren saludar a su vecino, ni tampoco quieren prestar algún servicio a una persona necesitada.
Otros recorren pueblo tras pueblo para leer y enseñar la Palabra de Dios, pero se olvidan de cuidar a su madre enferma; se esfuerzan por vivir como ángeles la Biblia, pero se olvidan de ser «buena gente».


Queridos hermanos, debemos tener mucho cuidado con estas actitudes.
Sí, debemos leer y meditar la Biblia, y debemos amar mucho este libro. Pero no debemos dejar a un lado lo más grande que nos enseña la Biblia: «el amor a Dios y el amor al prójimo».


En esta carta les quiero hablar acerca de este tema central de la Biblia, quiero que leamos juntos las páginas más hermosas de este libro sagrado, pero también estoy consciente de que es el mandamiento más difícil de cumplir.


1. No a la hipocresía:


No basta conocer la Biblia de memoria; el demonio conoce la Biblia mejor que todos nosotros y era capaz de discutir con el mismo Jesús lanzándole textos bíblicos (Mt. 4, 1-11).
Pero el demonio no ama y por eso está lejos de Dios.
¿De qué me sirve conocer la Biblia entera si no tengo amor?
¡De nada me sirve!


2. No basta tener fe sin tener obras de amor:


«No olvides que también los demonios creen y, sin embargo, tiemblan delan-te de Dios» (Sant. 2, 19). La fe sin el amor es una fe muerta.
¿No dijo el apóstol Pablo que «la fe se hace eficaz por el amor» (Gal. 5, 6)?


3. No basta decir: «Señor, Señor»


El que dice que ama a Dios y luego habla mal del prójimo es un mentiroso. Y el que no ama no conoce a Dios (1Juan 4, 20).
Dice Jesús: «No todos los que dicen Señor, Señor, van a entrar en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre Celestial» (Mt. 7, 21).


4. No bastan las apariencias.


No basta ser un hombre muy devoto y cumplir con las oraciones y pagar los diezmos... y luego criticar al otro que piensa distinto.


Los fariseos de la Biblia eran hombres sumamente devotos, muy observantes de la ley y pagaban estrictamente los diezmos, pero no olvidemos que fueron precisamente estos hombres devotos los que hicieron sufrir mucho a Jesús y finalmente lo llevaron a la muerte en la cruz.


5. «Si yo no tengo amor, yo nada soy» (1 Cor. 13, 2)


Si yo no tengo amor de nada me sirve estudiar la Biblia, de nada me sirve ir al templo y hacer largas oraciones y vigilias nocturnas.


Dios es amor, y el que no ama no está en Dios (1 Juan 4, 7).
¡Lo más grande de nuestra religión es el Amor!


6. El que ama a Dios, ama al prójimo


Un día un maestro de la ley se acercó a Jesús y le preguntó:
«¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?»


Jesús le contestó: «El primer mandamiento es: Oye, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor.
Ama pues al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
Este es el primer mandamiento.
Y el segundo es parecido, y es: Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que éstos» (Mc. 12, 28-31).


7. ¿Por qué es éste el mandamiento más grande?


Simplemente porque DIOS ES AMOR. El amor viene de Dios.
Todo el que tiene amor es hijo de Dios y conoce a Dios.
El que vive en el amor vive en Dios y Dios vive en él (1 Jn. 4, 7-16).


El amor de Dios consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados (1 Jn. 4,10).


La prueba más grande de amor nos la dio Jesucristo.
El se entregó por amor a nosotros y derramó hasta la última gota de su sangre por nosotros.
Ojalá que podamos comprender cada vez más «cuán ancho, largo, profundo y alto es el amor de Cristo. Que conozcamos este amor» (Ef. 3, 18-19), y que seamos imitadores de este amor.


8. No seamos mentirosos


Pero si alguno dice: «Yo amo a Dios» y al mismo tiempo odia a su hermano al cual ve, tampoco puede amar a Dios, al cual no ve (1 Jn. 4, 20). Si alguno dice que está en la luz, pero odia a su hermano, todavía está en la oscuridad.
El que odia a su hermano vive y anda en la oscuridad, y no sabe a dónde va, porque la oscuridad lo ha vuelto ciego (1 Jn. 2, 9-10).


Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida, y lo sabemos porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama a su hermano, sigue muerto.
Todo el que odia a su hermano es un asesino, y ustedes saben que ningún asesino puede tener vida en su corazón (1 Jn. 3, 14-15).


9. Amémonos unos a otros.


Algunos piensan que el amor al prójimo es solamente amar a sus amigos o sus hermanos, y que pueden «guardar rencor a su enemigo», como en el Antiguo Testamento (Lev. 19, 18).
Pero Jesús nos dice otra cosa: «Tengan amor para sus enemigos, bendigan a los que les maldicen, hagan bien a los que les odian, oren por los que les insultan y les maltratan... Pues si ustedes aman solamente a los que les aman a ustedes,
¿qué premio van a recibir por eso?
Hasta los pecadores hacen eso.
Y si saludan solamente a sus hermanos,
¿qué de bueno hacen?,
pues hasta los que no conocen a Dios hacen eso» (Mt. 5, 44-47).


Queridos hermanos, este amor al prójimo que Jesús nos pide no es nada fácil.
Pero los que tratan de amar así, serán llamados hijos de Dios (Mt. 5, 45).
El verdadero discípulo de Cristo debe ver en cada hombre a su hermano: «Bendigan a los que les maltratan.
Pidan para ellos bendiciones y no maldiciones» (Rom. 12, 14).
«Cada vez que podamos, hagamos bien a todos» (Gal. 6, 10).
Si amamos de verdad, Dios mismo llena nuestro corazón con su amor (Rom. 5, 5),
y este amor nos empuja a amar a todos los hombres, a no ofender al prójimo (Mt. 5, 21-30), a ser sinceros con todos (Mt. 5, 33-37), a renunciar a la venganza, a hacer el bien a todos (Mt. 5, 43-48), a no condenar a nadie (Mt. 7, 1), a amar con obras (Mt. 7, 12).


10. La fe y las obras


Escuchemos lo que dice el apóstol Santiago, cap. 2, 14-20: «Hermanos míos,


¿de qué sirve que alguien diga que tiene fe, si no hace nada bueno?
¿puede acaso salvarlo esa fe?
Supongamos que a algún hermano o hermana le faltan la ropa y la comida necesaria para el día, y que uno de ustedes le dice: 'Que te vaya bien; tápate del frío y come', pero no le da lo que necesita para el cuerpo;
¿de qué sirve eso?
Así pasa con la fe, si no se demuestra con lo que la persona hace, la fe por sí sola es una cosa muerta».
Pero tal vez alguien dirá: «Tú tienes fe, y yo hago bien.
Muéstrame, pues, tu fe aparte del bien que haces, y yo te mostraré mi fe por medio del bien que hago.
Tú tienes fe suficiente para creer que hay un solo Dios, y en esto haces bien; pero también los demonios creen eso, y tiemblan de miedo.
Pero
¿no quieres reconocer que si la fe que uno tiene no se demuestra con el bien que hace, es una fe muerta?».


11. Jesucristo juzgará nuestras obras


Leemos en Mateo 25, 31-46: Aquel día el Hijo del hombre nos va a juzgar, no sobre nuestra fe, no nos juzgará sobre nuestros conocimientos bíblicos, no nos juzgará sobre nuestras vigilias en el templo, no nos juzgará sobre los diezmos...


El Hijo del hombre se sentará en su trono y separará a los unos de los otros y a los que estarán a su derecha les dirá: «Vengan ustedes, los que han sido bendecidos de mi Padre, reciban el Reino que está preparado para ustedes, pues tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; anduve como forastero y me dieron alojamiento... En verdad les digo que cualquier cosa que hicieron por uno de estos mis hermanos, por humilde que sea, a mí me lo hicieron».


Queridos hermanos:


Jesucristo se identifica con los pobres, los marginados, los enfermos, los encarcelados de nuestro tiempo.
Ahí encontramos el rostro de Cristo, y
¿cuántas veces hemos despreciado este rostro?
Y cuando dejamos de hacer el bien con uno de estos más pequeños, también con Jesús dejamos de hacerlo.


Meditando estos textos sobre el mandamiento más importante de la Biblia, muchas veces pienso que nosotros los cristianos debemos sentirnos avergonzados, puesto que con nuestras discusiones sobre religión y nuestras divisiones somos un escándalo para todo el mundo y faltamos gravemente al mandamiento del amor.
A veces me da la impresión de que hasta ahora no hemos hecho nada y que debemos aprender de nuevo a ser obedientes a la voz de Cristo: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros.
Así como yo los amo, ustedes deben amarse también los unos a los otros» (Jn. 13, 34).


No nos desanimemos, pero comencemos ahora con la práctica del amor, el amor verdadero a Dios y al prójimo.


El himno al amor


Para terminar, hermanos, leamos juntos el cántico del amor que escribió San Pablo para los que buscaban en aquel tiempo los dones del Espíritu Santo.
Aquellos cristianos que ansiaban el don de lenguas, el don de profecía, el don del profundo conocimiento, el don de la fe, pero, sin darse cuenta, muchos se olvidaron del camino más excelente para encontrarse con Dios: el camino del amor.


«Si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un tambor que resuena o un platillo que hace ruido.
Si yo doy mensajes recibidos de Dios y conozco todas las cosas secretas, tengo toda clase de conocimientos y tengo toda la fe necesaria para cambiar los cerros de lugar, pero no tengo amor, yo nada soy.
Si reparto todo lo que tengo y si entrego hasta mi propio cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me sirve.
El que tiene amor tiene paciencia, es bondadoso, no es presumido ni orgulloso, no es grosero ni egoísta... no se alegra del pecado de los otros sino de la verdad. Todo lo soporta con confian-za, todo lo espera con paciencia.
El amor nunca muere» (1 Cor. 13, 1-8).


Coplas por el Amor
Querer sólo por querer
es la fineza mayor,
el querer por interés
no es fineza ni es amor.
En aquella santa Cena
dijo el divino Maestro
el que quiera ser mayor
que tome el último asiento.
Ni los clavos ni el madero
me tienen crucificado,
sino sólo tu pecado
y lo mucho que te quiero.





¿Se deben bautizar los niños?


Queridos hermanos:


La mayoría de las familias católicas piden el bautismo cuando recién les ha nacido el hijo.
Y cuando uno pregunta:
«¿por qué bautizan a los niños?», nos dan varias razones.
Desgraciadamente no siempre son las mejores razones, por ejemplo: «porque siempre se ha hecho así»... «para que la guagua no sea mora»... «para que la guagua se mejore»...«para hacer una fiesta...»



Las familias realmente cristianas piden el bautismo porque los padres viven con alegría su fe, como el mejor regalo de Dios, y desean lo mismo para sus hijos.


Queridos hermanos: en mi carta anterior les he explicado que el bautismo cristiano, por el poder del Espíritu Santo, nos hace nacer como hijos de Dios, nos convierte en cristianos y nos integra como miembros vivos de la Iglesia.


Meditando bien la Biblia nos damos cuenta de que debemos considerar el bautismo de adultos como la práctica más frecuente en la Iglesia primitiva, pero, actualmente, vemos que la mayoría de los padres católicos desea el bautismo para sus hijos cuando son pequeños, y no quieren privar al niño de este gran don de Dios.
¿Hay razones en favor del bautismo de niños?
¿Qué nos enseña la Biblia?


1. El bautismo de niños es una práctica muy antigua en la Iglesia.


El bautizar niños era una costumbre ya por el año 200 y se piensa que desde los primerísimos tiempos de la Iglesia ha existido esta práctica.


En la Biblia no encontramos textos en contra del bautismo de los niños.
Sin embargo, hay indicaciones en las cuales está implícita la práctica de bautizarlos.


En la carta a los Corintios el Apóstol Pablo dice: «También bauticé a la familia de Estéfanas» (1 Cor. 1, 16), y se supone que en una familia hay niños.


En los Hechos de los Apóstoles, Pablo nos narra cómo él bautizó en la ciudad de Filipos a una señora, llamada Lidia, «con toda su familia» (Hech. 16, 15).


Y refiriéndose al carcelero de Filipos, también dice: «Recibió el bautismo él y todos los suyos» (Hech. 16, 33).


Esta práctica de bautizar los niños ha existido desde los comienzos en la Iglesia, y el mismo Lutero, fundador del protestantismo e inspirador de las iglesias evangélicas, admitió el bautismo de niños porque ellos son bautizados en la fe de la Iglesia.


2. ¿Qué razones hay en favor del bautismo de los niños?


Existe un buen número de razones para ello: Los niños también son acogidos por el amor de Dios, los niños pequeños pueden ser incorporados al misterio de Cristo y ser acogidos en la fe de la Iglesia.
Por supuesto que los padres cristianos deben aceptar el compromiso de educar a sus hijos cristianamente, y en esta tarea han de colaborar los padrinos y la comunidad cristiana.



Analicemos estas y otras razones en favor del bautismo de los niños.


3. El actuar de Dios es anterior a nuestro actuar y a nuestra fe.


No debemos pensar que Dios comienza a amarnos una vez que hemos manifestado conscientemente nuestro amor y nuestra fe en El.
El amor de Dios es anterior a nuestra iniciativa de amar: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te había consagrado» (Jer. 1, 4-5); (Is. 49, 1). «En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero» (1Jn 4, 19).



Ahora bien, cuando la Iglesia bautiza a los niños chicos, expresa con ello la convicción de que ser cristiano significa ante todo un don gratuito de Dios.
Dios nos ama antes de que nosotros hagamos cualquier cosa por El. Entendiendo así las cosas, el bautizar a los niños es auténticamente bíblico y manifiesta la gratuidad del amor de Dios que rodea toda nuestra vida.
Pensar que Dios se comunica solamente por medio de una fe consciente sería limitar el poder de Dios.



4. La fe de la comunidad es la única condición para el bautismo del niño


El bautismo es antes que nada el sacramento de la fe.
Ahora bien, algunos dirán que el niño todavía no puede proclamar conscientemente esta fe en Cristo.
Entonces,
¿no sería mejor esperar hasta que el niño llegue a ser adulto y proclame por sí solo su fe cristiana?



No olvidemos que el bautismo no es un puro signo de fe; el bautismo también es «causa de fe» y produce como efecto en el bautizado «la iluminación interior».
Sin duda, la gracia recibida en el bautismo, el poder del Espíritu Santo con sus dones y la fe que irradia una familia cristiana ayudarán a que el niño, poco a poco, responda con una fe libre y personal.



La Iglesia, y muy concretamente los padres y los padrinos, puede tomar el lugar del niño; el niño que es bautizado no cree todavía por sí mismo, sino por medio de otros, por la fe de la Iglesia o de la comunidad cristiana.
Por eso se suele decir que «los niños son bautizados en la fe de los padres y en la fe de la comunidad cristiana».
Por supuesto que la Iglesia siempre pide el compromiso a los padres y padrinos para que lo eduquen cristianamente.



Entendido así, el bautismo de niños es un «privilegio» que la Iglesia siempre ha concedido a las familias cristianas en atención a la fe de los padres y padrinos.


5. Es malo dejar al niño sin rumbo y sin religión


Algunos dicen que no es justo imponer a los niños la religión: «El niño no puede razonar y debe esperar hasta que sea adulto para optar libremente por el bautismo...»


Es verdad que un niño recién nacido no puede razonar.
Pero es una ilusión esperar hasta que el niño pueda razonar para elegir libremente una religión.



Sería un error muy grave que los padres dejasen al niño sin religión, sería lo mismo que dejarlo sin rumbo en la vida.
Esto no significa «imponer» una religión.

Cada niño nace y crece en el ambiente que le es dado nacer.
Crece en una familia que le comunica los grandes valores de la vida sin que el niño lo pida. Esperar hasta que el niño como adulto elija por sí mismo los valores de la vida, sería dejarlo crecer sin rumbo.
Hay tantas cosas que la vida da a los niños sin que ellos lo hayan pedido. Ellos no pueden elegir a los padres, no pueden elegir el ambiente, ni su lengua, ni sus cultura.
Pero esto no es una limitación sino algo muy natural.

La realidad de no imponer nada al niño simplemente no existe.
En una vida normal son primeramente los padres los que tienen que tomar por sus hijos las opciones indispensables para toda la vida.



Los buenos padres de familia siempre desean comunicar a sus hijos los grandes valores de la vida.
Ahora bien, la fe cristiana de una familia es, sin duda, un don divino y lo más normal es que los padres deseen comunicar este don a sus hijos.
¿Por qué, entonces, privar a los niños de este bien? Un niño sin ninguna educación en la fe de sus padres, parte sin rumbo durante los primeros años de su vida y difícilmente encontrará el camino para crecer en la verdadera libertad hacia una decisión personal.



6. Y
¿cuándo empieza la fe en nuestra vida?



Imposible contestar a esta pregunta, como tampoco se puede contestar a la pregunta de cuándo empezamos a amar.


La fe es como el amor.
Tiene que ser suscitada.
Y crece, sin que se advierta, desde el primer contacto de los padres con el niño.
No sabemos cuándo el niño empieza a amar.
Sería absurdo.
Lo mismo pasa con la fe.

No se debe esperar hasta el día en que el niño empiece a manifestar alguna inquietud al respecto.
Así como no se puede poner fecha al comienzo del amor, tampoco se puede poner fecha al comienzo de la fe, como tampoco los padres pueden esperar a darle comida al niño hasta que el niño decida lo que va a comer.



Lo mismo pasa con el idioma y con el nombre que nuestros padres nos dan. Son cosas anteriores a la libre elección... La comida, el nombre, el idioma y la vida son un bien.
Y los padres para entregar este bien no esperan la aprobación de su hijo, sino que se lo dan en forma anticipada.
De igual manera la fe y el Bautismo son un bien y por ello los padres deciden y dan este bien a sus hijos antes que ellos tengan uso de razón.



Decíamos que para llegar a la existencia los papás no preguntaron al niño si quería vivir o no, porque se supone que la existencia es un bien, es un regalo... de igual manera la vida divina es un bien y un regalo, y los papás se lo conceden al niño porque ellos desean lo mejor para sus hijos.


7. Consideración final


El niño pequeño forma parte de una familia, de una comunidad y nunca es demasiado chico para inculcarle la Fe.

¿No es verdad que Jesús abrazaba a los niños y los bendecía?
Jesús no esperaba que los niños estuvieran conscientes y pidieran este amor.
«Dejen que los niños vengan a mí, no se lo impidan» (Mc. 10, 13-14).
La Iglesia Católica sigue bautizando a los niños pequeños porque está convencida de que los pequeños pertenecen a Dios.
Además el niño vive dependiendo de los adultos que le rodean.



La fe del niño tendrá futuro si existe el compromiso de los padres de transmitir la fe a sus hijos.
Sin este compromiso la Iglesia prefiere postergar el bautismo hasta que se den las condiciones necesarias.
Pero con toda seguridad podemos decir que cuando los padres creyentes piden el bautismo, piden algo bueno y razonable y este sacramento seguirá siendo el camino más adecuado para una futura vida cristiana.



Dice el CATECISMO:


¿Qué significa la palabra Iglesia?


-La palabra Iglesia significa la reunión de los fieles bautizados que creen en Jesu-cristo y que están unidos al Papa.


¿Qué significaba la palabra Iglesia en los primeros siglos del cristianismo?


-Significaba las reuniones de los fieles para celebrar la Fracción del Pan, es decir, lo que hoy llamamos Santa Misa o Eucaristía.


¿Qué pasó en el siglo IV?


-Es este tiempo se empezó a llamar iglesia al templo donde se celebraba la Santa Eucaristía.


¿Cuáles son los nombres de Iglesia que se encuentran en el Nuevo Testamento?


El Nuevo Testamento llama a la Iglesia:


1) Pueblo de Dios (Hechos 3, 25-26).


2) Reino de Dios (Hechos 20, 25).


3) Jerusalén del cielo (Gálatas 4, 26).


4) Esposa de Cristo (Juan 3, 29).


5) Casa de Dios (1 Timoteo 3, 5).


6) Cuerpo de Cristo (Efesios 4, 12).


¿Quiénes forman parte de la Iglesia?


-Todos aquellos que son bautizados y que son transformados de paganos y gentiles en hijos adoptivos de Dios forman la Iglesia.


¿Cuál es el primer elemento de la Iglesia llamado el cuerpo de la Iglesia?


-El primer elemento visible de la Iglesia está formado por las personas bautizadas que profesan la misma fe, reciben los mismos sacramentos y obedecen al Papa.


¿Cuál es el segundo elemento visible de la Iglesia llamado el alma de la Iglesia?


-El alma de la Iglesia está formada por todas las personas que viven en gracia de Dios y en íntima relación de amistad con Dios.


¿Cuál es la verdadera Iglesia de Jesús?


La verdadera Iglesia de Jesús es aquella que contiene todos los elementos que Jesús dejó para su Iglesia.
Y ésta es la Iglesia Católica fundada por Jesucristo sobre Pedro.
Es la única que conserva todos los elementos que Jesús dejó a su Iglesia.


martes, 20 de septiembre de 2011

El Bautismo


Queridos hermanos:


Un día se me acercó un caballero y me pidió que le buscara la fe de bautismo.
Me dijo que cuando pequeño había sido bautizado en mi parroquia.
Le comenté que me extrañaba mucho que él, siendo pentecostal, viniera a pedir su fe de bautismo a la Iglesia Católica.
Me contó que necesitaba este documento para su jubilación... y conversando con él me hizo entender que ahora, de mayor, se había bautizado en otra religión, porque le habían dicho que el bautismo de niños chicos no es válido y además que Jesús se había bautizado como adulto.



Queridos hermanos, me doy cuenta de que hay mucha confusión entre nuestra gente acerca de la fe cristiana y muchos por falta de conocimiento bíblico abandonan la fe católica.


En esta carta les escribo de lo que la Biblia nos enseña acerca del bautismo cristiano, y en otra les explicaré que una familia cristiana tiene pleno derecho a pedir el bautismo de sus niños.
Ante todo lea y medite:



1. El bautismo de Juan Bautista no es lo mismo que el bautismo de los cristianos.


Es verdad que Juan bautizaba a la gente adulta en el río Jordán, e incluso Jesús fue bautizado por él.
Pero

¿qué significado tiene el bautismo de Juan?


Juan Bautista era el Precursor de Jesús, nuestro Salvador.
Juan comenzó a predicar la penitencia y la confesión de los pecados para que la gente, con un corazón limpio, recibiera al Mesías que iba a venir pronto.
Como signo de conversión y de perdón de los pecados, Juan llamaba a la gente a recibir el bautismo con agua en el río Jordán.
Es decir el bautismo de Juan expresaba un cambio de vida, una verdadera conversión hacia Dios; significaba así una preparación para la venida del Señor (Mc.1,3).



Jesús también se hizo bautizar por Juan, aunque El no tenía ningún pecado y por eso no necesitaba el bautismo definitivo: «Mi bautismo -decía Juan- es un bautismo con agua y significa un cambio de vida, pero otro viene después de mí y es más poderoso que yo: El los bautizará en el fuego y en el Espíritu Santo» (Mt. 3, 11).
Queridos hermanos y amigos, estos textos nos aclaran muy bien que el bautismo de Juan no es lo mismo que el bautismo cristiano.


2. ¿Qué es el bautismo instituido por Jesucristo?


Jesús resucitado, antes de subir al cielo, mandó a sus apóstoles: «Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.
Bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 19-20).


Y en otra parte de la Biblia dijo Jesús: «El que crea y sea bautizado, se salva-rá» (Mc. 16, 16).


Los apóstoles y los primeros cristianos estaban conscientes de que el bautismo de Jesús era distinto del de Juan, era un mandato del Señor resucitado, y cuando comenzaron la predicación del Evangelio bautizaban a todos los que creían en Jesucristo.
Por supuesto que este bautismo en Cristo tiene un sentido más profundo que el bautismo de Juan.


El bautismo cristiano significa, sobre todo, un nuevo nacimiento, una nueva vida.
Jesús dijo: «Si no renaces del agua y del Espíritu Santo, no puedes entrar en el Reino de los cielos» (Jn. 3-5).



3. ¿En qué consiste este nuevo nacimiento?


a) Con el bautismo de Cristo nacemos a la vida de hijos de Dios: Por el bautismo cristiano nosotros «llegamos a tener parte en la naturaleza de Dios» (2 Pedr. 1, 4); y «somos realmente hijos de Dios por adopción» (Rom. 8, 16 y Gál. 4, 5).
Desde ahora en adelante llevamos grabado en nuestro corazón el sello de Dios para toda la eternidad, y podemos clamar a Dios diciendo: «Abba-Padre» que significa «Papito». Dios, como Padre, nos cubre desde ahora y para siempre con su amor.

Es éste el regalo más grande que podemos recibir acá en la tierra.


b) El bautismo nos incorpora a Cristo, es decir, somos de Cristo, somos cristianos:


«¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados para unirnos a Cristo Jesús, tenemos parte con El en su muerte al ser bautizados?
Así pues, por medio del bautismo fuimos enterrados junto con Cristo y estuvimos muertos, para ser resucitados y vivir una vida nueva» (Rom. 6, 3-5).


«Todos ustedes que fueron bautizados para unirse a Cristo, se encuentran cubiertos por El como por un vestido... y al estar unidos a Cristo Jesús, todos ustedes son uno solo» (Gal. 3, 27-28).


Eso quiere decir que por el bautismo somos injertados en el misterio pascual de Jesucristo: Morimos con él, somos sepultados con él y resucitamos a una nueva vida con él.


c) El bautismo cristiano es un nuevo nacimiento en el Espíritu Santo.


Dijo Jesús: «El que no nace del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn. 3, 5).
Escribe el apóstol Pablo a su amigo Tito: «Cristo nos salvó por medio del Bautismo que significa que hemos nacido de nuevo, y por medio del Espíritu Santo que nos ha dado nueva vida.
Por medio de nuestro Salvador Jesucristo, Dios nos ha dado el Espíritu Santo en abundancia» (Tit. 3, 5-6).



d) El Bautismo nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia:


«Cristo es como un cuerpo que tiene muchos miembros y todos los miembros forman un solo cuerpo.
Pues todos nosotros, seamos judíos o griegos, esclavos o libres, al ser bautizados hemos venido a formar un solo cuerpo por medio de un solo Espíritu» (1 Cor. 12, 12-13).



«Así somos uno en Cristo por el bautismo, un sólo pueblo de Dios formado por todas las razas y todas las naciones sin excepción».


Pertenecer a la Iglesia de Cristo no es una simple afiliación, como hacerse socio de un club.
Los bautizados forman parte de una sola familia, son hermanos entre sí.
«Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios les ha llamado a una sola esperanza.
Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef. 4, 4-6).



3) ¿Qué se exige para recibir el bautismo?


Se exige primeramente la fe.


El bautismo es, antes que nada, el sacramento de la fe, por el cual el hombre acepta el Evangelio de Cristo.
La fe está en el centro del Bautismo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos que, cuando un hombre de Etiopía quiso bautizarse, el diácono Felipe le dijo: «Si crees de corazón es posible».
Respondió el etíope: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios» (Hch. 8, 37).



De esta forma la conversión, la aceptación de Cristo y su Evangelio por la fe es la primera condición para ser bautizado.


También exige luchar contra el mal: el bautismo no es para los cobardes, es para los que están dispuestos a luchar contra «los principados y potestades de las tinieblas» (Col. 2, 15).


San Pedro expresa esta lucha del cristiano en la imagen del león rugiente que espera el momento propicio para devorarnos (1 Ped. 5, 8-11).


También San Pablo exhorta a los creyentes: «Revístanse de la armadura de Dios para que puedan resistir las tentaciones del diablo, porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra las fuerzas sobrenaturales del mal» (Ef. 6, 10-12).


4. Se exige ser testigo de Cristo:


«Los bautizados en Cristo reciben este poder del Espíritu Santo y saldrán para ser testigos de Cristo en las partes más lejanas del mundo» (Hch. 1, 5-8). Serán testigos de la «vida recta, de devoción a Dios, de fe, de amor, paciencia y humildad de corazón.
Pelea la buena lucha de la fe, echa mano de la vida eterna, pues para esto te llamó Dios y has hecho tu buena declaración de fe delante de muchos testigos.» (1 Tim. 6, 11-12).



«Dios no nos ha dado un Espíritu de miedo, sino un Espíritu de poder, de amor y de buen juicio. No tengas vergüenza, pues, de dar testimonio a favor de Nuestro Señor... Acepta de tu parte los sufrimientos que vienen por causa del mensaje de salvación, conforme a las fuerzas que Dios da. Dios nos salvó y nos llamó a llevar una vida consagrada a El.» (2 Tim. 1, 7-9).


Queridos hermanos, nos damos cuenta de que el bautismo cristiano es algo grande; es, sin duda, el regalo más grande y hermoso que podemos recibir.
Pero al mismo tiempo ser bautizado exige de nosotros mucha seriedad.


Algunos dicen también que por qué no esperar a bautizar hasta que uno sea grande y decida si quiere o no ser bautizado.
Este tema lo veremos más adelante, pero desde ya les digo que el bautismo es un regalo de Dios. Y entonces ¿para qué esperar a aceptar este regalo?
¿Para que dejar que en la vida de un ser humano reinen por unos años las tinieblas pudiendo reinar la luz?
Y hay otra razón: los papás para hacerte el regalo de la vida no te consultaron, porque la vida es un bien, es un regalo... de la misma manera, tus papás para hacerte el regalo de la vida divina no tienen para qué esperar a consultarte.

Basta que ellos tengan fe y quieran para sus hijos este hermoso don.


Es posible que nunca hayamos tomado en serio esta realidad o que hayamos sido bautizados cuando niños y nunca hayamos recapacitado sobre lo que esto significa.
Ojalá que ahora, tomemos en cuenta esta vida divina que nos da el bautismo y seamos capaces de renovar y vivir día tras día nuestra vida cristiana como bautizados.



Dice el CATECISMO:


¿Qué es el Bautismo?
-Es un sacramento instituido por Nuestro Señor Jesucristo a través del cual nos convertimos en hijos adoptivos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos del cielo.


¿Cómo podemos saber que el bautismo es necesario para la salvación?


-En Juan 3,5 se dice: «El que no renace del agua y del Espíritu Santo no entrará en el reino de los cielos».


¿Por qué los protestantes están contra el bautismo de los niños?


-Porque ellos dicen que los niños no pueden arrepentirse de sus pecados y también que los niños no pueden recibir la fe bautismal.


¿Por qué, según los protestantes, los niños no tienen derecho a ser bautizados?


-Según los protestantes los niños, para bautizarse, deberían arrepentirse de sus pecados.
Pero nosotros sabemos que los niños no tienen ningún pecado personal por eso decimos que no necesitan arrepentirse para ser bautizados.
El estar arrepentidos solamente es necesario para los adultos que han cometido pecados.



¿Qué enseña Jesús sobre el Bautismo de los niños?


-Jesús dice: «Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».
Ahora bien,
¿quién forma los pueblos y las naciones? ¿Acaso no son los niños con los adultos los que conforman los pueblos y las naciones? La Iglesia bautiza a los niños en virtud de la fe y el compromiso de sus padres y padrinos.


¿Va contra la Biblia el bautizar a los niños?


-De ninguna manera, pues vemos en los Hechos de los Apóstoles: 16, 32-33 como familias enteras fueron bautizadas.
No podemos imaginar que los Apóstoles negaran el bautismo a los niños que formaban parte de las familias convertidas.



¿Qué dice la Tradición sobre el bautismo de los niños?


-San Ireneo en el año 205 dice: «Jesús vino a salvarnos a todos».
¿Será que los niños no son parte de este todo? También San Agustín, en el año 481 dice en relación al Bautismo de los niños que «la Iglesia siempre conservó la costumbre y la tradición de bautizar los niños y que así lo hará hasta el fin».